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26 de diciembre de 2014

La boda y los invitados

“Porque muchos son los invitados pero pocos son los escogidos”

El Evangelio de hoy enfatiza dos aspectos: en primer lugar, el acontecimiento de la boda y la preocupación del anfitrión en prepararlo todo, mandando a sus siervos a decir a los invitados: “Vengan, porque ya todo está preparado”; y en segundo lugar, cómo el anfitrión insistió en realizar la cena a pesar de la negación de los invitados a participar de ella, llenando su casa con otros invitados a quienes llamó de “las plazas y las calles de la ciudad” y de “los caminos y los vallados”. No cabe duda que la lectura de este evangelio en el umbral de la Navidad revela el significado profundo que la Iglesia encontró en esta parábola, significado que expresó nuestro Señor al concluir el episodio: “Porque muchos son los invitados pero pocos son los escogidos”.

La Navidad, o la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, es la verdadera boda entre el Señor y los invitados. Dios se unió con el género humano en esta boda divina y santa. Jesús se convirtió en comida y bebida verdaderos; Dios Padre ofrece ahora sobre la mesa a Su Hijo, pues Él es, en Navidad, el que ofrece y es ofrecido, el que recibe y es distribuido; Él es la boda y la cena. La Navidad no se ve amenazada por el rechazo de algunos invitados, pues la cena está preparada y la Navidad se aproxima. Sin embargo, participar o disculparse de la misma separa a los seres humanos entre escogidos y negadores.

Cristo viene a “traer espada” a la tierra (Cf. Mt 10:34), encender “un fuego” (Cf. Lc 12:49) y separar “las ovejas de los cabritos” (Cf. Mt 25:32). La presencia del Señor no tolera una postura neutral; hemos de ser “calientes” o “fríos” (Cf. Apoc 3:15). El hecho de no cumplir con la invitación no significa tomar una postura neutral, porque “El que no es conmigo, contra mí es” (Mt 12:30). El Señor envía la invitación; el no responder a ella no significa un mero silencio, sino su rechazo. La cena está preparada y el Señor realizará su boda con los escogidos dentro de todos los invitados. La encarnación divina es una invitación que fue dirigida en primer lugar a los judíos, pero no bastó con ellos cuando algunos de ellos la rechazaron; es una invitación – más bien una presencia – que se dirige a todos aquellos a quienes los judíos descuidaban y a quienes consideraban hijos de “los caminos y los vallados”. Esta universalidad que aparece en el acontecimiento de la encarnación y de la fe cristiana es una metodología eterna que, ante su inminente presencia, nos interpela hoy, tal como aconteció con los judíos en aquella época. La encarnación del Señor, cuya conmemoración celebramos en la Navidad que se aproxima, es una cena para todos y no excluye a identidades religiosas cuyos titulares no son de los escogidos. Los escogidos aquí no son aquellos que pensaron que el Señor los ha escogido, sino que son aquellos que eligieron al Señor.

Por otro lado, el lector se encuentra ante una “piedra de tropiezo” por la naturaleza de las excusas: asuntos de la vida diaria o lo que llamamos deberes. ¿Acaso Jesús pide que practiquemos una ascesis al ejercer nuestra profesión y atender a nuestra familia? ¿Por qué el Señor no aceptó estas excusas? ¿Cómo estas excusas se han convertido en “obras impías” (Sal 141:4)?

Las excusas que presentaron los invitados reflejan tareas básicas y necesarias de la vida diaria, las que forman parte de la voluntad de Dios mismo al crear al hombre, y de su providencia para con nosotros. Pues, ¿dónde está la falla que provocó al anfitrión? Es cierto que hoy los invitados tendrán otras excusas porque las ocupaciones y tareas son diferentes de aquella época, sin embargo el fondo del planteo es el mismo: disculparse por preocupaciones básicas que impiden tener una participación real en el misterio de la boda, de la cena y de la Navidad que se aproxima.

La falla en todas estas circunstancias es que ellas existen para que sean motivo de participación y no argumento para disculparse; estas circunstancias no son argumentos para disculparse sino oportunidades para una misión. La cena podrá tener lugar en el medio del campo, en el comercio y en el hogar, donde Cristo es “nuestro pan de cada día” que compramos al gran precio de la honestidad trabajando en el campo, de la dedicación manejando su comercio, y del sacrificio al vivir el amor en el matrimonio. Cristo es el “novio” para el agricultor, el comerciante y el casado.

Sea cual sea nuestro trabajo, no ha de ser una preocupación más, de la cual nos ocupamos apartándonos de Dios. Dios no es una preocupación más que se suma a otras, ni una más a la par de otras, ni una tarea más a la par de otras. Él es la finalidad de toda tarea y la principal preocupación de todas las preocupaciones; ocupa el corazón de todo y no una parte de la vida.

El estar comprometido con el trabajo o con la profesión no se opone al estar invitado a la cena. Todo lo contrario, el compromiso con cualquier tarea es una forma de preparar nuestra ofrenda, la que podemos entregar para que sea una ofrenda divina viva. Preocupaciones relacionadas con la familia no son razones que nos eximan de aceptar la invitación de Dios a la cena: si Dios es la finalidad de todo y la meta de toda preocupación, entonces procrear es engendrar para el cielo.

La falla que provocó al Señor es que los invitados Lo consideraron como una preocupación más entre otras. Tal es que Él no parece ser más importante que cualquier asunto importante de la vida que Él ha bendecido. Le han robado Su lugar legítimo, es decir ser la finalidad de todas ellas. Todo cuanto hacemos, es para cenar con Él en aquella Última Cena. Al ser el Señor y la finalidad de nuestras labores, cuando robamos a Dios su trono, damos de Él la imagen de quien compite para exigirnos una parte de nuestro tiempo. En fin, no se trata de definir cuáles son los derechos de Dios y los nuestros, tampoco de repartir el tiempo entre Él y nosotros, “porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17:28).

Dios bendijo los trabajos para que, en ellos y a través de ellos, lleguemos a su cena. Dios no se encarnó en el mundo para sacarnos del mundo, sino para que seamos bendecidos en él. El amor de Dios no es para vivir una fuga del tiempo por un rato, sino para santificar todo el tiempo de nuestra vida.

Asistir a la cena y participar de la boda no es para cuando tengamos un tiempo libre o terminemos de trabajar y acomodar nuestras preocupaciones. Pues todo ello apunta a que participemos de esta boda y cenemos con Él. Dios no está en contra del trabajo, tampoco es un trabajo más. Él es su finalidad. Disculparse de la cena no es una justificación, como es evidente en la parábola, sino una falla y un rechazo de todo lo que Él ha preparado. Él nos preparó una boda para que ella sea nuestra preocupación. Muchos son los invitados de quienes Dios ha de ser la finalidad de su vida, sin embargo muchos eligen las cosas como finalidad de su vida, mientras que pocos son los escogidos quienes, en todo y de todo, escogen al Único a quien se necesita. Entre ellos son los Antepasados de Cristo quienes trabajaron en el campo y el comercio, se casaron y tuvieron hijos, pero todo lo hicieron por amor a Cristo. Los Antepasados de Cristo ejercieron todo como parte de una vocación y no como motivo para disculparse. Han preparado con sus vidas y obras la venida en la carne del Señor. El cristiano está invitado a la cena, sin que la boda lo exima de trabajar, ni que el trabajo lo exima de participar de la cena. Tal como los Antepasados, a quienes conmemoramos antes de la Navidad, prepararon la primera venida del Señor, del mismo modo, el cristiano ejerce su profesión, sí, pero para preparar la segunda venida del Señor en gloria, luego de su primera venida en humildad. Amén.

Homilía de Monseñor Pablo Yazigi, Arzobispo de Alepo

 
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