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06 de enero de 2015

Nuestra calificación en el lenguaje del amor

“El libro de la genealogía de Jesucristo”

La Biblia no está para ser “recitada” ni “leída”, sino para la “vida”. Toda lectura del Evangelio en la Iglesia tiene este fin, especialmente en la Divina Liturgia. La lectura del evangelio de hoy genera incomodidad ante la larga secuencia de nombres.

Para celebrar la Navidad, la Iglesia aprovecha en particular los dos domingos que preceden a la fiesta para prepararnos. El domingo pasado, conmemoramos a los Antepasados de Cristo leyendo el Evangelio en el que los invitados a la boda se disculpan de participar de la cena y otros son invitados de todas partes a la cena ya preparada en vista de la fiesta de la encarnación divina que se aproxima. Y en este domingo, el domingo del linaje de Cristo, se lee la genealogía de Cristo.

Dicha incomodidad se debe a que se trata de una historia anterior a Cristo que no se relaciona con nuestra vida hoy; una historia que no conocemos y que, por ello, no tiene mayor sentido para nosotros. A lo sumo, se entiende que se trata de presentar el árbol genealógico de Cristo antes de celebrar la Navidad.

De todos modos, ¿hay alguna necesidad real que requiera la lectura de estos nombres? ¿Cuál es el propósito si sabemos que la lectura de estos nombres no sigue una secuencia histórica continua, sino que pasa de largo a algunos y se detiene en otros? Parece que el Evangelista Mateo registró de la tradición de la época los nombres de aquellos que jugaron un rol importante en la llegada de Dios a nosotros. Lo más curioso de todo es que entre estos justos figuran nombres de personas cuyo testimonio fue marcado por la debilidad humana y que esta nube de gente que precedió a Cristo no proviene de la justicia humana, sino también de su debilidad.

Estas preguntas y observaciones nos conducen a entender, en primer lugar, que la determinación divina no se detuvo ante la debilidad humana. El amor divino no depende de nuestras debilidades; Dios conoce a su creatura y que no somos más que polvo. Nos amó “siendo aún pecadores” (Rom 5:8), dice el Apóstol Pablo. Si Dios nos corrige es para que nos purifiquemos de nuestros pecados; y no nos rechaza cuando los vencemos. Todo ser humano es portador de una mezcla de lo divino y de lo humano, una mezcla de fuerza y de debilidades. Dios vino a nosotros buscándonos, y en su paso, cruzó a justos como así también a pecadores. Al amor divino no lo detiene la debilidad humana. Dios mide lo que Él puede realizar y no cuánto podemos errar.

En segunda lugar, nuestra salvación no es un logro nuestro, sino don de Dios. Cristo no es fruto de la justicia de los hombres, sino del amor divino. La historia del pueblo que esperaba a Cristo y preparó Su venida no fue una historia de justos en su totalidad, sino una historia de espera, y en esto se encuentra su justicia. En esta espera, algunos eran justos, otros no. Por ello, no tenemos ningún derecho de jactarnos, pero, sí, la obligación de agradecer.

En tercera lugar, hemos de meditar en la grandeza del amor divino que vence al mundo, sin violar la libertad humana. Jesús exclamó: “Confíen, yo he vencido al mundo” (Jn 16:33), según dice el Evangelista Juan. Ahí está el comienzo de la victoria; ahí está su semilla sembrada. El destino del amor divino no es el de violar la libertad humana e imponerse en el momento, sino el de esperar hasta el fin de los tiempos. El Señor es señor de la historia. Pero, si se podría decir así, Él está cautivo de nuestros errores. Por ello, por amor a nosotros, soporta nuestras debilidades, que demoran el cumplimiento de la voluntad de Dios entre nosotros. Sí, nuestras debilidades postergan que se derrame el amor de Dios, pero no lo eliminan. ¿Acaso la Biblia no menciona que todo (incluso el mal) conduce (con la sabiduría de Dios) a lo bueno para el creyente?

Dios escogió ceder ante nuestra libertad. Esta es la grandeza de Su amor y respeto por nosotros. Así que la mano de Dios no golpea sino que corrige; Dios no niega nuestro accionar sino que lo soporta para corregirlo, cuando se lo permitimos. Por esto es que en la Historia Sagrada hay momentos que no son sagrados y en que no hubo gente justa. Dios no vino a nosotros sólo desde una descendencia de justos, sino de malvados también. El amor divino cubre con su sombra al pueblo, inclusive a los puros y malvados. Este amor no justifica el error, sino que lo soporta. El amor divino no fomenta el pecado, por el contrario, espera corregirlo. “El amor no se irrita… el amor es benigno… el amor espera” (I Cor 13:4; 5).

El amor de Dios es tan grande que su intento de buscarnos no cesó a causa de nuestros pecados. Dios decidió venir a nosotros, como lo prometió a Eva en el paraíso: de su descendencia vendrá aquel que aplastará la cabeza de la serpiente. Él vendrá sin dudas, pero sin aplastar nuestra voluntad para hacer la Suya. Nuestra historia de altibajos, cuyas páginas están pintadas tanto de blanco como de negro, navega en el infinito amor divino.

 
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