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05 de abril de 2015

Recibir a Cristo entrando a Jerusalén

”Bendito el que viene en nombre del Señor” En el ajetreo y el bullicio de los acontecimientos salví­ficos, Jesús se acerca a Jerusalén. En Betania, la confrontación exacerba al mundo, y los acontecimientos comienzan a llegar a su fin. El Evangelio nos muestra dos recepciones de Jesús acontecidas en esos momentos cruciales. La primera recepción tuvo lugar en Betania. Allí­ le ofrecieron cenar a Jesús; Lázaro estaba presente, y Marí­a arrojó un perfume muy caro a los pies de Jesús antes de secarlos con sus cabellos. En esta maravillosa recepción, Marí­a ofreció lo más valioso que tení­a. Pero, estaba también estaba presente alguien que tení­a una disposición totalmente opuesta: Judas. Este era un ladrón, y tení­a la caja en la que la gente depositaba sus ofrendas. La segunda recepción tuvo lugar al dí­a siguiente, en las puertas de Jerusalén, donde el pueblo recibió a Jesús con ramos gritando: “Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel”. Podemos clasificar en tres modelos a quienes recibieron a Jesús: En el primer modelo viene Marí­a, quien ofreció a Jesús lo más precioso que tení­a. Más bien, secó sus pies con sus cabellos. Su cabello era su “gloria”; pero su amor a Cristo le hizo ver que en honrar a Jesús se encontraba su propia gloria, en arrojar su dinero sobre Sus pies se hallaba su propia riqueza, y en darle la bienvenida estaba su vida. En el segundo modelo viene Judas. Este, mientras que los demás recibí­an a Jesús, querí­a sacar provecho y ganar más para la caja. La gloria de Jesús significaba pérdida para él. La gloria de Cristo competí­a con su gloria personal; su amor propio no le dejaba ver al Señor como ser querido. Su egoí­smo no permití­a una glorificación que iba en detrimento de sus intereses, porque sus intereses estaban por encima del amor. En otras palabras, era un discí­pulo que amaba el mantener la caja, amaba al otro como motivo para volver a amarse a sí­ mismo. Pues el otro, incluso el mismo Jesús, era una oportunidad para sacar provecho. Este se amó a sí­ mismo; la vida de Jesús para él era muerte, mientras que la muerte de Jesús era su vida. En el tercer modelo se encuentra el pueblo, quien exaltó a Cristo en el Domingo de Ramos como Rey para crucificarlo unos dí­as después. Aquí­, el pueblo clamó “Hosanna, sálvanos”; allí­, gritó “levántalo, crucifí­calo”. Aquí­ Lo recibió con ramos; allí­ Lo golpeó con cañas. Aquí­, tendió sus mantos delante de un burro; allí­, se repartieron sus vestidos. Aquí­, el pueblo dejó a los escribas y siguió a Jesús; allí­, siguió a los escribas y dejó a Jesús. Aquí­, salió a recibirlo y lo hizo entrar a Jerusalén; allí­, Lo sacó afuera de Jerusalén y Lo elevó sobre el madero de la cruz. Este es el pueblo cuya opinión es vacilante. ¿Y nosotros? A menudo nos unimos al tercer modelo, vacilando entre la fe y la negación, entre el amor y lo tibio; a la vez nos consideramos apóstoles, mientras que otras veces nos comportamos como enemigos. A veces queremos morir por Él, mientras que otras veces negamos la gracia de Su muerte por nosotros. Seguramente el Domingo de Ramos es una fiesta que va más allá de la belleza del ropaje de la fiesta. Su alegrí­a no proviene de los ramos, ni de las flores, ni de las velas, pues estos son meras expresiones. Entonces, ¿en qué consiste la fiesta? El Domingo de Ramos es nuestra puerta de entrada a la Semana Santa. Es el dí­a en que recibimos a nuestro Señor como crucificado, y lo hacemos entrar en nuestra vida para compartir con Él Su Pasión. Es el dí­a en que caminamos, junto al Rey que viene, el sendero de la resurrección que Él ha trazado, es decir el camino de la cruz. El Domingo de Ramos es la fiesta en que anunciamos nuestra aceptación a tal rey, quien no nos prometió comodidad, sino martirio. Aceptamos a este Señor quien nos hace pasar primero por la muerte y luego nos otorga la Resurrección. El Domingo de Ramos es una invitación a salir de la fila de aquellos que vacilan, para sumarnos a la fila en la que se encuentra Marí­a. Es una invitación que nos transforma, al escucharla, de discí­pulos que se aman a sí­ mismos para ser discí­pulos que aman sólo a su Señor. Cristo viene y entra a Jerusalén para cumplir la profecí­a del Anciano Simeón según la cual Jesús vino “para caí­da y para levantamiento de muchos” (Lc 2:34). La venida de Cristo en la fiesta del Domingo de Ramos no permite que seamos neutrales. Jesús vino a abolir el segundo modelo y a levantar el tercer modelo. Por ello, los himnos de la fiesta dicen públicamente: “Llevamos Tu cruz, cuyo sí­mbolo son los ramos del Domingo de Ramos, y la levantamos diciendo: Bendito el que viene en nombre del Señor”. Amén.

 
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