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18 de agosto de 2015

La Transfiguración de nuestro Señor

Arzobispo Averkio (Taushev)

   

(San Mateo 17:1—13; San Marcos 9:2—13; San Lucas 9:28—36)

Este acontecimiento es narrado por los tres Evangelistas sinópticos, y cabe remarcar, que todos ellos lo relacionan con lo ocurrido seis dí­as antes (ocho, según San Lucas): las palabras de nuestro Señor sobre los sufrimientos que habí­a de padecer, sobre la Cruz que deberán cargar aquellos que Lo sigan y sobre la pronta apertura del Reino de Dios en toda su fuerza. Jesucristo llamó a los discí­pulos más cercanos y de mayor confianza, aquellos que estaban siempre con Él en los momentos más solemnes y más importantes de Su vida en la tierra – Pedro, Jacobo y Juan – y los “los llevó aparte a un monte alto”. Aunque los Evangelistas no nombran al monte en concreto, la antigua tradición cristiana al uní­sono testimonia que se trató del monte Tabor en Galilea, al sur de Nazaret, en la hermosa llanura de Yizreel. Esta majestuosa montaña de casi mil metros de altura, está cubierta hasta la mitad por vegetación y desde su cima se abre una hermosa vista a la lejaní­a.

“Y se transfiguró delante de ellos”, apareció delante de Sus discí­pulos en Su gloria celestial, por lo que Su rostro se iluminó como el sol y sus vestiduras se hicieron blancas como “la luz”, según San Mateo; “como la nieve”, según San Marcos y “resplandecientes”, según San Lucas. Este último evangelista hace una importante acotación al indicar que el objetivo de subir a la montaña era rezar y que nuestro Señor se transfiguró durante la oración: “Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente”. Entretanto, mientras Él rezaba, los Apóstoles estaban cargados de sueño y al despertar, vieron la majestad del Señor transfigurado y a Moisés y Elí­as que hablaban con Él, como aclara San Lucas, sobre Sus últimos dí­as que habí­an de ocurrir en San Juan Crisóstomo aclara que Moisés y Elí­as aparecieron porque algunos del pueblo veneraban a nuestro Señor Jesucristo como Elí­as o como uno de los profetas – “por ello aparecieron los profetas más importantes, para que sea evidente la diferencia entre los siervos y el Señor”. Moisés apareció para mostrar que Jesucristo no transgredió la ley, como trataban de demostrar los escribas y los fariseos. Ni Moisés, por intermedio de quien fue otorgada la Ley de Dios; ni Elí­as, el gran devoto de la gloria de Dios, se hubieran presentado y sometido a Quien no fuera verdaderamente el Hijo de Dios. La aparición de Moisés, ya fallecido, y de Elí­as, quien no vio la muerte sino que fue elevado vivo a los cielos, significa la soberaní­a de nuestro Señor Jesucristo sobre la vida y la muerte, sobre los cielos y la tierra. El santo apóstol Pedro expresó el divino estado de gracia que colmó las almas de los apóstoles al exclamar: “Señor, bien es que nos quedemos aquí­” y proponer construir tres tabernáculos. Es como si quisiera decir que es mejor no volver al mundo terrenal de la maldad y la perfidia, que solo te amenaza con los sufrimientos y la muerte. El santo evangelista Marcos, tomando las palabras de Pedro, dice que el sentimiento de regocijo que lo colmó era tan grande que “no sabí­a qué decir”.

Una maravillosa nube, como sí­mbolo de una especial presencia Divina, los cubrió (una nube igual, llamada “shejiná” cubrí­a permanentemente el santo de los santos – 3 Reyes 8- 11) y de dicha nube se escuchó la voz de Dios Padre: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo contentamiento, escuchadle”, las mismas palabras que se escucharon durante el bautismo del Señor, pero con el agregado de “¡Escuchadle!”, que deberí­a recordar la profecí­a de Moisés sobre Cristo (Deuteronomio 18: 15) y el cumplimiento de dicha profecí­a en Jesucristo. El Señor le prohibió a los Apóstoles que cuenten la visión hasta que Él no resucite de entre los muertos para que no se susciten imágenes carnales del Mesí­as San Marcos agrega un detalle, por supuesto, tomado de las palabras de mismo Pedro, que los discí­pulos “retuvieron la palabra en sí­”, preguntándose para qué debí­a morir el Señor para luego resucitar. Plenamente ahora convencidos de que su Maestro Jesús es realmente el Mesí­as, le preguntaron: “¿Qué es lo que los escribas dicen, que es necesario que Elí­as venga antes?”, el Señor les confirma que Elí­as realmente tiene que venir antes y “y restituir todas las cosas”, en griego, “restituir” es “apokatastisi”, es decir, como lo predijo el profeta Malaquí­as (4: 5-6): “Él convertirá el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres” o restituir en las almas de los hombres los primigenios sentimientos de bondad y pureza sin los cuales el Mesí­as no podrí­a hacer nada, ya que no tendrí­a una tierra fértil en los corazones de las personas endurecidos por la larga vida “Empero os digo –prosigue el Señor- que Elí­as ya vino, y no lo conocieron”, es decir, que Elí­as vino en la persona de Juan el Bautista, que fue dotado por Dios de la fuerza y el espí­ritu de Elí­as, pero no lo conocieron, lo encerraron en una prisión y lo mataron: “así­ también el Hijo del hombre padecerá de ellos”, es decir, como no conocieron a Elí­as y lo mataron, tampoco reconocerán al Mesí­as y lo matarán.

 
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