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21 de septiembre de 2015

La Natividad de la Madre de Dios

En Su Evangelio, nuestro Señor y Dios dice: cuando llega el tiempo del nacimiento de una criatura, hay dolor; pero cuando ya ha nacido, todo lo llena la alegrí­a, ya que una nueva vida ha llegado al mundo… Y cuando nace un niño, todos piensan: ¿cuál será el destino de esta criatura? El nacimiento de un ser humano es sólo su primer dí­a de vida… ¿cómo será la larga hilera de dí­as que componen la vida humana? ¿Y cómo será el último dí­a que dará el cierre y será la conclusión de toda la vida de esa persona?

Hoy festejemos el nacimiento de la Madre de Dios y nuestros pensamientos están dirigidos hacia Ella. Como también dice el Evangelio, Ella no nació del deseo de la carne ni del deseo del hombre, Ella nació de Dios. Ella nació como el eslabón último y final de la larga cadena de personas, hombres y mujeres, que durante toda la historia de la humanidad lucharon por la pureza, la fe y la plenitud, la probidad y integridad, para que Dios ocupe el primer lugar en sus vidas, para poder postrarse ante Él en verdad y servirle con plena fidelidad. En esta larga lista de personas hubo también pecadores en cuyas vidas tal vez hubo sólo una caracterí­stica que expió su existencia; y hubo santos en cuyas vidas es muy difí­cil encontrar un defecto. Pero todos ellos debieron luchar y todos tení­an una caracterí­stica en común: luchaban en nombre de Dios, en contra de sí­ mismos y en contra de otros para que triunfe Dios. Y paulatinamente, de siglo en siglo, ellos prepararon a la Heredera de su generación, que debí­a nacer como cualquier niño, entre el bien y el mal, entre el pecado y la santidad, pero también debí­a ser un niño que eligiese el bien desde el principio y que viviera en pureza y plena fidelidad a su grandeza humana...

Hoy ha nacido la Madre de Dios, hoy comienza la superación de aquella división que existí­a entre Dios y el hombre desde el momento de la caí­da. Nació Aquella que se convertirí­a en el Puente entre el cielo y la tierra, Aquella que serí­a el Árbol de la Encarnación, Puerta que se abre hacia el Cielo. Regocijémonos hoy, ya que ha llegado el comienzo de la salvación. Pensemos en Ella con ternura, sorprendámonos de Ella y pidámosle que nos enseñe – tal vez no a ser como Ella, porque la mayorí­a de nosotros no puede esperar eso – pero al menos amarla con devoción, venerarla de tal manera que podamos ser dignos de ser de un mismo género con Ella: el género humano del cual nació Dios, porque Ella demostró una fidelidad tan perfecta. Amén.

 
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