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27 de febrero de 2016

LA PARÁBOLA DEL HIJO PRí“DIGO

LA PARÁBOLA DEL HIJO PRí“DIGO (San Lucas 15, 11–32) Qué hermosa y qué temible es a la vez esta parábola del hijo pródigo, que tan bien conocemos y recordamos; y que cada año vuelve a nosotros con una nueva fuerza. Nueva fuerza que surge de la experiencia pesada y dolorosa del pecado, y también de una conciencia más admirada de la misericordia de Dios, y de cómo el Señor nos recibe y nos eleva. Esta parábola trata sobre múltiples pecados y a la vez, sobre la esencia misma del pecado. La parábola descubre el pecado en su plena desnudez, en su carácter más absoluto, en su salvaje crueldad. El hijo menor se dirige al padre: está lleno de fuerzas, lleno de deseos, lleno de sed de vivir, y esa sed, ese deseo y esa pasión por la vida no entra en el marco de la vida familiar normal. Este hijo ya no puede esperar, por lo que le dice a su padre: “Padre, has vivido mucho: hasta que mueras, se marchitará la vida en mí­; mientras estés vivo, yo me marchitaré. ¡Muere, muere para mí­, sé como un muerto! No me haces falta, pero aquello que yo puedo recibir de ti, lo puedo recibir ahora. Aquello que después acumules, no me hace falta; pero aquello que has juntado hasta ahora con tu esfuerzo, amor, hazaña espiritual, todo ello diví­delo y dame mi parte; luego, no me importa si vives o no… tengo toda la vida por delante…”. Esto es lo mismo que nosotros decimos con respecto a Dios, tal vez de manera no tan grosera ni directa, pero igualmente despiadada. Tomamos todo de Dios y nos lo llevamos a tierras lejanas para malgastarlo. Hasta nos olvidamos DE que Él existe. Para nosotros Él está muerto en esos momentos, aún cuando recibimos de Él todo lo que necesitamos para vivir en ese lejano devastador paí­s. Y seguimos, y vivimos, y somos ricos por un tiempo; pero luego empobrecemos, se agota aquello que robamos del Reino de los Cielos, aquello que nos llevamos, aquello que despreciamos y derrochamos. Mientras tenemos la riqueza que nos dio el Padre, estamos rodeados de personas iguales a nosotros, a quienes no les interesamos más que para sacar provecho de nosotros… sea de nuestro amor, nuestra despreocupación, calidez humana, ingenio… cualquier cosa que tengamos. Pero cuando ello se agota, empieza a envejecer todo lo que recibimos de la casa paterna, de Dios. Entonces se alejan, porque la ley que utilizamos en relación con el padre, se aplica a nosotros. A nosotros no nos importaba más que para recibir aquello que nos puede dar; y a los demás no les importábamos, más que para utilizar de la riqueza que recibimos del hogar paterno. Y cuán frecuentemente entregamos lo más valioso por nada; aquello que deberí­amos guardar en nuestro corazón como lo más sagrado de nuestra vida, lo entregamos con liviandad, para alegrar y divertir a los demás: en eso consiste el pecado. Y entonces vemos a la otra persona, no al hijo menor, sino al hijo que no entendí­a lo que habí­a entre él y su padre. El que siempre fue el hijo fuerte, que no se apartó de la voluntad de su padre, como él mismo dice: toda mi vida he sido tu esclavo, como un esclavo te he servido. Durante toda su vida sintió que no era más que un empleado de su padre, en busca de refugio, de comida, de las relaciones humanas, por el privilegio, que daba la sangre por encima de los esclavos. Y el hijo más joven regresa en harapos, habiendo perdido todo: la alegrí­a, el derecho a ser hijo, como a menudo decimos - 'todo está perdido.' Y en la puerta lo recibe su padre con amor. Y al regresar el hijo mayor, el que siempre perteneció a la casa, quien siempre estaba con su padre, quien nunca se apartó de la verdad del hogar, oyó que a la casa llegó un extraño, con hambre y frí­o, carente, alguien que una vez podí­a pertenecer a esta casa, pero que se habí­a ido ... Y ¿por qué no se quedó en ese paí­s lejano? No, volvió habiendo perdido la mitad de la finca y, ¿ahora qué? Codicia el resto, ¿también se lo quiere quitar? Y dice, como solemos decir, 'Este es tu hijo'; no dice 'mi hermano'. No, porque ya no es su hermano, es un desconocido: Este es su hijo que volvió después de haber gastado todo con rameras, y tú organizas una la fiesta, te regocijas que un extraño ha vuelto, y yo tendré menos por ello ... Y el padre le dice cariñosamente: “¡Tu hermano está de vuelta! Estaba muerto - ahora está vivo; estaba perdido - ahora se encontró, ¿No hemos de ser felices, y de regocijarnos ..?”. Así­ que mirémonos a nosotros mismos, ¿a quién nos parecemos: al pródigo o al justo? Y con dolor observaremos que somos similares tanto al pródigo como al justo - en todo lo incorrecto. ¿Tenemos la rectitud del hijo mayor y tenemos la confianza filial del más joven? El menor recibirí­a al mayor, no lo rechazarí­a, no serí­a un extraño para él. Pero el padre recibe de igual manera a uno y al otro. Con dolor recibe al recto; y con alegrí­a acepta al otro, que ha conservado en el alma la conciencia de que tiene un padre, que puede volver a ese padre, que tiene una casa a la que puede retornar. No pensó que el hermano mayor le cerrarí­a la puerta en la cara, él sólo pensaba que su padre, que habí­a accedido a morir por él, le permitirí­a vivir allí­. Aquí­ se nos invita: Venid a mí­ todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os haré descansar... Nos encontramos ante el Padre, - pero lo terrible es que a menudo al lado de él se encuentra el hijo mayor, pétreo, duro como si su alma hubiera muerto, aquel que estaba siempre en la casa del padre, y ahora no quiere recibir al extraño. Amén.

 
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