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16 de junio de 2016

Pentecostés

Alguna vez el gran santo y maestro de la Iglesia, Gregorio el Teólogo, en su inspirada prédica para la fiesta de la Santí­sima Trinidad comenzó diciendo: “Celebramos Pentecostés y la llegada del Espí­ritu, la realización de la promesa, y el cumplimiento de la esperanza”. Y después dice: “Desde siempre, el Espí­ritu Santo, ha sido, es y lo será; porque Él es sin principio y sin fin; Bueno por naturaleza y Fuente de Bondad; Luz y dador de la Luz”. Estas hermosas palabras, profundas y poéticas son las que la Santa Iglesia tomó como contenido de las oraciones luminosas, regocijantes y festivas que ayer escuchamos en la Vigilia Pernocturna. Esas son palabras de San Gregorio el Teólogo.

Y aquí­ con ustedes estamos celebrando Pentecostés y la llegada del Espí­ritu.

Alguna vez nuestro Señor Jesucristo en la Santa Cena les dijo a Sus discí­pulos que él se alejarí­a de ellos, y viendo su tristeza, agregó: “Empero yo os digo: es mejor que yo vaya: porque si yo no fuese (a Mi Pasión), el Consolador no vendrí­a a vosotros; mas si yo fuere, os le enviaré.” (San Juan, 16:7).

Para nuestra salvación era necesario no sólo que nos sea quitada la culpa del pecado por nuestras faltas, sino también, al mismo tiempo, que seamos curados de ese mal, que hace miles de años se transmite de generación en generación…

Imagí­nense un niño a quien sus padres le regalan un elegante traje nuevo y le dicen que lo cuide. Sin embargo el niño empieza a jugar alegremente, sin preocuparse, y al ser descuidado, lo mancha y lo rompe. Al ver lo ocurrido, le da vergíüenza, y corre a sus padres para pedirles perdón. Los buenos padres lo perdonan, y quitan con ello su culpa. Pero eso no es suficiente. Hay que arreglar y limpiar el traje. Lo mismo ocurre con nuestra salvación. Nuestro Señor Jesucristo nos ha liberado de la culpa y del peso del pecado. Pero sabemos nosotros con qué precio lo hizo. Cuando miramos las imágenes de Su purí­sima pasión, vemos cómo Cristo cayó bajo el peso de la Cruz, y recordamos: esa Cruz es la que Lo aplastó con su peso, porque de esa Cruz colgaban todos nuestros terribles pecados e iniquidades: los mí­os, los tuyos y los de toda la humanidad. Ese terrible peso de los pecados es el que abatió a nuestro Salvador, ya martirizado, sangrante, mutilado; lo aplastó contra la tierra. No pudo ya llevar Su Cruz. Pero se dice que cuanto el recto Simón de Cirene se acercó a la Cruz para levantarla y ayudar al Salvador a llevarla, no pudo moverla de su lugar por su terrible peso, y entonces el mismo Señor, con Su fuerza omnipotente, le ayudó a Simón a levantarla. Era tremendo su peso, porque en esa cruz estaban todos nuestros pecados que Jesucristo clavó sobre la Cruz y con ellos nos liberó de ellos. Por eso, con Su pasión en la Cruz, nuestro Señor nos liberó de la carga del pecado.

Pero eso no es suficiente. El pecado deformó al ser humano, lo desfiguró y lo ensució. Para lavar al hombre, limpiarlo, iluminarlo y santificarlo es que descendió el Espí­ritu Santo (en formas de lenguas de fuego” (Hechos 2:3) sobre Sus santos discí­pulos y apóstoles. Entonces “Por toda la tierra se difundió Su prédica y en los confines de la tierra Sus palabras” (Salmo 18:5). Ese gloriosí­simo acontecimiento – el descenso del vivificador, bondadosí­simo Espí­ritu Consolador sobre los hombres – es lo que celebramos hoy.

En uno de los salmos hay una expresión maravillosa (este salmo se lee al final de los Hexasalmos durante los Matutinos): “mi alma hacia Ti como tierra sin agua” (Salmo 143:6). Imagí­nense una tierra donde hay plantadas buenas semillas fructí­feras. Pero esa tierra se ha secado y se ha resquebrajado por no tener agua, y no importa cuán buenas sean las semillas que se planten en ellas, no germinarán mientras siga la sequí­a, mientras la tierra permanezca seca, sin humedad. Y esa “alma hacia Ti como tierra sin agua” es como se confiesa el hombre por medio de los labios del salmista ante el bondadosí­simo Dios.

El alma del hombre contiene buenos principios, los restos de la Verdad, porque el Dios Creador al momento de crear al hombre lo dotó de todo bien posible, y los restos de ese bien permanecen aún en el alma. Las semillas del bien están en el alma, pero son infecundas, porque “nuestra alma, es como una tierra sin agua”. Tiene sed de devoción, pero no tiene la humedad de la gracia, se ha secado y las buenas Semillas quedan infecundas.

Es por esto que este dí­a nosotros rezamos de rodillas, leyendo las hermosas oraciones escritas por San Basilio el Grande, para que el Señor en este luminoso dí­a festivo nos santifique, nos fortifique espiritualmente y nos purifique. Sin la gracia de Su Espí­ritu, sin Su fuerza seguiremos siendo una tierra seca, deshidratada e infructí­fera.

Recuerda, alma cristiana, cuántas veces le prometiste corregirte a Dios. Esa buena intención de corregir y renovar tu vida parecí­a sincera, pero, ¿dónde está? ¡Sigues con los mismos pecados, las mismas pasiones, la misma impureza!

Es por eso que debemos rezar al Señor, en especial en este luminoso dí­a de Pentecostés, para que nos purifique, nos fortalezca con la gracia de Su Espí­ritu Santo. Cuando ilumine nuestras almas, ellas, como la tierra que estaba seca e infértil, pero que dio frutos una vez que fue regada, también, por la gracia de Dios, pueden dar los frutos de una nueva vida. Pero debo repetir, sólo cuando la gracia del Espí­ritu Santo las vivifique, del mismo modo que la vivificadora humedad da vida a la tierra seca.

Durante la lectura de estas oraciones pidamos con fervor a Dios para que se apiade de nosotros y nos enví­e la corrección y la renovación de nuestras vidas, y una firme determinación de volver al recto camino cristiano. Amén.

 
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