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Iglesia Ortodoxa Rusa en la Argentina - ¿Por qué una pecadora pudo quedar delante de los Apóstoles?
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03 de abril de 2017

¿Por qué una pecadora pudo quedar delante de los Apóstoles?

Sacerdote Konstantin Kamyshanov - 2 de abril de 2017

Amar a las personas sin amar a Dios es muy difí­cil. Ayunar sin tener a Dios también es imposible y hasta perjudicial. No hay manera de entender a Dios sin amor. En el Evangelio de hoy leemos:

“Y estaban en el camino subiendo a Jerusalén; y Jesús volviendo a tomar a los doce aparte, les comenzó a decir las cosas que le habí­an de acontecer: He aquí­ subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los prí­ncipes de los sacerdotes, y a los escribas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los Gentiles: Y le escarnecerán, y le azotarán, y escupirán en Él, y le matarán; mas al tercer dí­a resucitará.

Entonces Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, se llegaron a Él, diciendo: Maestro, querrí­amos que nos hagas lo que pidiéremos”.


¿Cómo pudo pasar que los apóstoles, no sólo no entendieron a Jesús, sino que ni siquiera lo escucharon? Recordando hoy a Santa Marí­a de Egipto, la Iglesia nos recuerda que Dios no puede ser recibido ni comprendido solo con la mente. Justamente con la mente es como menos se lo puede recibir. Dios no es racional y no se llega a Él de manera racional. Lo que de manera condicional llamamos “corazón” es el mejor órgano para llegar al conocimiento de Dios. Y el ejemplo de Santa Marí­a es justamente un ejemplo de una relación con Dios suprarracional y del corazón. Santa Marí­a de Egipto tení­a, sin lugar a dudas, un corazón muy talentoso. No hay otra manera de explicar cómo pudo escuchar la voz de la Madre de Dios en la entrada al templo siendo que estaba completamente sometida al pecado de la fornicación. ¿Cómo pudo sentir en su cuerpo que Dios la estaba repeliendo de la puerta del templo? ¿Quién de nuestros contemporáneos y rectos escucha a la Madre de Dios? ¿Quién de los actuales fornicadores siente sobre sí­ la mano de Dios? La Santa no sólo escuchó la voz del Cielo, sino que además la comprendió.

Es extraño. Caminan junto a Cristo los rectos apóstoles y no lo entienden; Marí­a está a las puertas del templo y lo comprende todo. Los Apóstoles lo siguen a Cristo a Jerusalén y tienen miedo; Marí­a corre detrás de Cristo al desierto y se regocija. Los Apóstoles se alejaron huyendo de la cruz; Marí­a con entusiasmo se “crucificó” en el desierto.



¿Cómo pudo una pecadora quedar por delante de los apóstoles? Ellos lo veí­an y comí­an con Cristo; ella no sabí­a nada de Él. Ellos lo escuchaban al Señor todos los dí­as y siempre podí­an tocarlo y no Le creyeron aún hasta la resurrección; para ella fue suficiente solo mirar al í­cono para creer inmediatamente y sin dudas ni condiciones. ¿Cuál es la razón? Recordemos, ¿a quién amaba más el Señor? A Juan. ¿Por qué? Porque él, más que los demás, estaba lleno de amor. De aquí­ podemos concluir que para Dios lo más preciado es el amor.

Hoy leí­mos otro Evangelio en el cual se relata sobre otra ramera, quien gastó todo su dinero para comprar un bálsamo valioso, lo vertió sobre los pies de Cristo, los lavó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Es muy caracterí­stico el diálogo de Cristo con el fariseo. El fariseo tení­a toda la razón en reprocharle a Cristo que las personas de la ley no se relacionan con la personas del pecado. Tení­a razón desde la perspectiva de la ley. Pero Cristo tení­a razón desde la perspectiva de aquello que está por sobre la ley, desde el amor Divino.

Cristo utilizó el arrepentimiento de la ramera para mostrar la nueva realidad de la relación de Dios con el hombre fundada ya no en un intercambio de servicios en virtud de un contrato, ni sobre la ley, ni sobre una ecuación de canje, sino en un amor desinteresado. La pecadora le entregó a Jesús todo lo que tení­a sin esperar nada a cambio. Ella ni siquiera se atrevió a pararse delante de Su rostro y sólo lloraba a los pies de los demás hombres recostados. En ella Cristo mostró un nuevo ejemplo de servidor de Dios: el pecador arrepentido lleno de amor a Dios. Exactamente de esta manera, Santa Marí­a de Egipto, no bien escuchó la voz de la Madre de Dios y sintió sobre sí­ el reflejo de la gracia del Espí­ritu Santo, inmediatamente le entregó a Dios lo mejor que tení­a: a sí­ misma y su amor.

En la historia de la humanidad, ocurrió en ese momento una falla tectónica, llegó el tiempo del amor. Y la Iglesia, viendo la hazaña del amor, nos muestra un ejemplo de este nuevo hombre del amor: a Santa Marí­a de Egipto. Escuchó y comprendió. Comprendió y lo puso en práctica. Lo hizo y recibió la corona. Fue coronada y entró en los Cielos. Fue otrora despreciada por los ángeles, pero hacia el final de su vida fue digna hasta de que un león salvaje le ayudara al Santo Zosima a cavar su tumba.

¿Qué ocurre con nosotros y nuestro corazón si no escuchamos a Dios, si no Lo entendemos, si no Le servimos, si no recibimos de Él Su corona y no entramos con Él en el Reino de los Cielos?

Nuestro corazón se adormece y se hace un corazón frí­o.

Llegar a Pascua con un corazón frí­o es algo terrible. En la Semana Radiante muchos tardí­amente se dan cuenta de que no ayunaron lo suficiente o que simplemente recién empezaron a ayunar cuando la Gran Cuaresma ya llegaba a su fin. Es más terrible aún darse cuenta en Pascua que tú, estando en la iglesia en el oficio de Pascua sigues siendo un extraño ante el regocijo Pascual. La vista se alegra por el oficio, pero el corazón o bien está dormido, o apenas palpita, y el sueño te echa fuera del templo. Un ayuno vací­o delata al hombre que no tiene acciones de amor y revela que ese corazón es ajeno a Dios.



En esta semana, todos aquellos que no saben amar, deben reflexionar y pensar que sin amor todas nuestras virtudes son polvo. Sin amor, Dios no necesita de nuestro ayuno. Sin amor Dios no nos necesita ni a nosotros. Y el hombre tampoco necesita de Dios sin amor. Vivir sin corazón significa sentir un constante dolor y cansancio. Sin amor el ser humano es un cadáver viviente.

La semana en la que se recuerda a Santa Marí­a de Egipto es la penúltima semana de la Gran Cuaresma. Estas semanas comenzaron con la teorí­a y culminan con la práctica. Ya nos fueron abiertas todos los misterios y podemos rezar con labios angelicales, pero ¿dónde está el amor? ¿Dónde están las acciones? ¿Y qué fruto de este ayuno le podemos mostrar a Cristo? Esta semana es el momento del examen de la Cuaresma. En la última semana ya no tendremos tiempo para ello. Allí­ estaremos inmersos en la dramaturgia de los últimos dí­as de la vida de Cristo y compartiendo espiritualmente Su crucifixión y resurrección.

Pero si nuestro corazón no se ha encendido como lo hizo el de Santa Marí­a de Egipto, ¿cómo compartiremos esa crucifixión y resurrección? Seguiremos a Cristo sólo de una manera teatral, y no con una experiencia y sufrimiento reales. Sin dudas nos alejaremos de la cruz como los discí­pulos que seguí­an a Cristo a Jerusalén, sin saber ellos mismos para qué. Y entonces la última semana de la Cuaresma solo nos traerá pesar, cansancio, hambre, mareos y una cabeza pesada.

Pero dí­ganme, ¿cómo se puede vivir sin corazón? ¿Cómo se puede vivir, sin atender al corazón, vivir sin comprenderlo, vivir sin sentir a Dios en él? ¿Para qué vino entonces Cristo, para qué resucitó y para qué descendió la gracia del Espí­ritu Santo? Sin todo esto somos, en el mejor de los casos, como los fariseos. Eso, en el mejor de los casos. Ni una cosa ni la otra. Ni el ayuno ni la Pascua. La Pascua sin amor es simplemente gula. El ayuno sin amor es hipocresí­a. ¿Para qué llevar adelante estos esfuerzos y renuncias sin sentido?

Debemos ser honestos con nosotros mismos y con Dios. Si Dios existe, entonces debemos vivir de manera tal que demuestre que existe. Si Dios existe pero vives como si no existiera, entonces vives de manera vana y pierdes el doble: el sacrificio y la mera posibilidad de lograr la vida eterna.

Queda solo una semana del común transcurrir de la Cuaresma. ¡Es tan poco! ¡Y es mucho a la vez! Está dedicada a todos los trabajadores de la “hora undécima”.

Si alguien sólo llegó a la hora onceava, no tema por la tardanza; pues como el Señor es magnánimo, recibe al último, igual que al primero; reconforta al que llegó a la onceava, como al que trabajó desde la primera; concede misericordia al retrasado, tanto como atiende al primero. Le da tanto a aquel como a este le concede. Recibe tanto las obras como pondera la voluntad. Honra tanto al hecho como elogia la intención.

Santa Marí­a de Egipto vino como el trabajador de la hora undécima. Y el Señor la reconfortó, le concedió misericordia, la agasajó, la recibió. Sólo por el hecho de que ella Lo amó honestamente y con toda su alma. Ya que ella no se fue al desierto buscando pesares y martirio. Ella se fue al desierto por amor, porque allí­, en el silencio podí­a estar con Dios en comunión ininterrumpida y gozar de la cercaní­a de Dios sin el ajetreo y las distracciones.

-¡Marta!, atribulada estás con muchas cosas, pero solo una cosa es necesaria. Marí­a eligió la mejor parte la cual no le será quitada. Estas son las palabras que Jesucristo le dijo a otra Marí­a, pero ellas traspasaron siglos y llegaron a los oí­dos de Marí­a de Egipto e hicieron de ella la persona más feliz del mundo, cuyo corazón se colmó del amor divino más sublime. He aquí­ que hemos escuchado todo, todo nos fue comprensible. Ahora queda lo más difí­cil y casi imposible de lograr: unir los pensamientos, el amor y la acción como lo hizo Santa Marí­a de Egipto.

Esto es lo que relató la Marí­a de Egipto sobre ella misma, de cómo conversaba (¡!) con la Madre de Dios:

“Te prometo que de ahora en más no me voy a profanar más con ninguna suciedad carnal, pero apenas vea el Madero de la Cruz de Tu Hijo, me negaré al mundo e inmediatamente me iré a dónde tu me indiques”. Y cuando recé así­, repentinamente sentí­ que mi oración fue escuchada. Con el enternecimiento de la fe, confiando en la Misericordiosa Madre de Dios, nuevamente me uní­ a los que entraban al tempo, y ya nada ni nadie me impidió entrar. Yo caminaba en temor y temblor, hasta que llegué a la puerta y fui digna de ver la Vivificante Cruz del Señor.

Así­ comprendí­ los misterios de Dios y que Él está siempre presto a recibir a quien se arrepiente. Caí­ al suelo, recé, besé el santo madero y salí­ del templo apresurada para volver a pararme delante de mi Amparo Seguro, allí­ donde habí­a pronunciado mi juramento. Me arrodillé delante del í­cono y así­ recé delante de él:

“¡Oh, Amante de lo bueno, Soberana nuestra, Madre de Dios! Tú no despreciaste mi oración indigna. Gloria a Dios, quien recibe a través de Ti el arrepentimiento de los pecadores. Llegó el momento de cumplir mi promesa, cuya Fiadora fuiste Tú. Ahora, Soberana, dirí­geme al camino del arrepentimiento”.

Sin haber siquiera terminado mi oración, escucho una voz que me hablaba como desde lejos: “Si cruzas el Jordán, encontrarás la paz bienaventurada”.

Marí­a lo escuchó e hizo exactamente lo que escuchó:

Inmediatamente creí­ que esa voz era para mí­ y, con lágrimas en los ojos clamé a la Madre de Dios: “Señora Soberana, no me abandones, a mí­ inmunda pecadora, sino ayúdame”. Salí­ prontamente del atrio de la iglesia y me fui. Un hombre me dio tres monedas de cobre con las que compré tres panes y al vendedor le pregunté cómo llegar al Jordán. Al anochecer llegué a la iglesia de San Juan Bautista cerca del Jordán. Primero me incliné en la iglesia y luego bajé al Jordán y con su santa agua lavé mi cara y manos. Después comulgué en la iglesia de San Juan Bautista, comí­ la mitad de uno de mis panes, bebí­ de la santa agua del Jordán y dormí­ esa noche en el suelo cerca de la iglesia. A la mañana, encontré en las cercaní­as una pequeña barcaza y en ella crucé al otro lado del rí­o donde nuevamente recé con fervor a mi Preceptora para que me indique el camino que Ella considere mejor. Y así­ vine a este desierto”.

Que Dios, quien obra grandes milagros y quien otorga grandes dones a todos aquellos quienes se dirigen a Él con fe, recompense a quienes leen, escuchan y transmiten este relato. Y que nos otorgue estar a la diestra junto con Santa Marí­a de Egipto y todos los santos, que hayan agradado a Dios con sus oraciones y esfuerzos desde los siglos. Nuestro Jordán está siempre a nuestro lado. Es el lí­mite entre el cerrado mundo del egoí­smo y el mundo abierto del amor. No es necesario buscar el desierto en lugares lejanos. Vivimos entre los hombres como si fuera un desierto, porque cuando no hay amor y cada uno vive para sí­ mismo, eso es un desierto en medio de las personas que están solitarias. Santa Marí­a de Egipto encontró en el desierto la paz bienaventurada no porque allí­ no hubiera nada, sino porque el desierto estaba colmado de Dios. Recemos también nosotros a Dios para que Él nos abra la bienaventuranza en medio del desierto de la gente, colmando nuestro corazón de Dios, plenitud que viene de un corazón limpio obtenido con el esfuerzo y la oración.



Ya se acerca la Pascua. Queda una semana antes de la Semana Santa. Esto es tanto y tan poco a la vez, pero es suficiente para entrar al Reino de los Cielos. Marí­a entró en él en un solo dí­a, teniendo tres panes y amor. Tenemos pan. Podemos comprar mucho pan. ¿Es acaso la saciedad obstáculo para el amor? Recemos para que el Señor no nos deje sin amor y nos otorgue ese don en mayor medida que pan. Sin amor no somos nadie. Sin amor, la vida es miedo y dolor. Sin amor esto no es vida, sino la fase terrenal de la muerte.

Llegó la última semana productiva de la Gran Cuaresma. Recemos a Dios y a Santa Marí­a de Egipto para que nos roce la gracia del Espí­ritu Santo, haga nacer amor en nuestro interior, que el amor produzca acciones, las acciones den fruto, y el fruto nos otorgue la misericordia de Dios y la paz en Dios. Que la paz del corazón en Dios nos traiga el puro regocijo Pascual.

 
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