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04 de diciembre de 2018

Palabras al comienzo del ayuno de Navidad

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo.

Entramos en el ayuno de Navidad, un perí­odo en el que, paso a paso, nos elevamos al maravilloso dí­a en el que contemplaremos a Dios, que se convirtió en hombre para nuestra salvación. Y en la Epí­stola de hoy, en ví­speras de este ayuno, el apóstol Pablo nos dice que Cristo destruyó la separación entre Dios y el hombre, como si cerrara el abismo que habí­a entre Dios y Su criatura. Muchos siglos antes de Cristo, en su lucha el muy sufriente Job exclamó: ¿dónde está el hombre que se interpondrá entre mi Juez y yo, quien pondrá sus manos sobre Su hombro y sobre mi hombro, manteniéndonos juntos, reuniendo lo disperso, juntando finalmente a aquellos divididos por la injusticia humana: a Dios y al hombre? Con su intuición, con su maravilloso y sensible corazón filial humano, esperaba que Aquel, quien finalmente habí­a unido lo irreconciliable, lo reconciliara con el Juez, ante quien se encontraba y en Quien no podí­a ver, como sus amigos, al Soberano, que tiene derecho a todo.

Y este Hombre, nuestro Señor Jesucristo, vino; y extendió sus manos, y unió a Dios y al hombre; y cuando pensamos en estos brazos extendidos, conectando al Creador y la criatura, ¿no vemos a Cristo crucificado en la cruz? El vino, se situó en el lí­mite donde se encuentran la verdad de Dios y la falsedad humana, el amor de Dios y el rechazo humano por ese amor. Permaneció donde todas las fuerzas del mal se concentraron para destruir al hombre. Apareció ante la gente de su tiempo en plenitud, hasta el final, ilimitadamente Uno con Dios; y estas personas lo rechazaron, porque no podí­an, porque no querí­an aceptar incondicionalmente a Su Dios.

Jesucristo no tuvo lugar en la ciudad del hombre, no tuvo lugar ni siquiera para morir allí­. Fue sacado de donde habitaban los hombres para ser crucificado fuera de la ciudad de Jerusalén, rechazado, expulsado de la raza humana, porque hasta el final Él querí­a estar con Dios. Pero como al mismo tiempo, se convirtió en hombre por amor, para salvarnos, habiendo aceptado sobre Sí­ todo lo que constituye la humanidad y el destino humano sin limitación, permaneció solo frente al Dios silencioso durante su última pelea contra la muerte.

Y cuando estaba muriendo en la cruz, quedó solo, así­ como lo está toda persona que pierde a Dios y muere a causa de esta pérdida. Rechazado y abandonado, exclamó: 'Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué has abandonado? ... Abandonado por Dios, expulsado por la gente, Él unió en Sí­ mismo toda la tragedia de la humanidad, murió y descendió a las profundidades del infierno. Ya en la tierra, Él sintió lo que se puede llamar el infierno de la vida humana: su falsedad, pecaminosidad, profanidad, impiedad, inhumanidad; y al morir porque querí­a ser uno con nosotros, fue a donde se va cada alma que perdió a Dios: a las profundidades de la oscuridad y la desesperación, a los lugares donde no hay Dios. Y luego ocurrió el mayor milagro de a unión, como lo expresa el canto Pascua: el infierno se abrió de par en par para cautivar al hombre que lo derrotó en la tierra, y se horrorizó al descubrir que este hombre era Dios mismo descendiendo al infierno. Y ese infierno, a donde descendí­an durante miles de años las personas que perdieron a Dios, desapareció: ya no hay lugar donde no haya Dios. Aquí­ comenzó este milagro de la victoria, la destrucción de la separación, el abismo se cerró, todo está ahora dentro de los lí­mites del amor de Cristo y la comunión de Cristo con nosotros. Él se unió a nosotros de tal manera que incluso se unió al mayor horror de la pérdida de Dios, y ahora no hay criatura ni persona, que estuviera fuera del misterio de Cristo. No existe ateo tal en la tierra que conozca con más terrible detalle que Cristo, lo que es la pérdida de Dios cuando exclamó: Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado?

La separación ha desaparecido, el abismo está cerrado, el camino está abierto y ahora nos dirigimos hacia ese tiempo, esa noche radiante y misteriosa, cuando Dios se convierte en hombre y comienza el camino del Señor a la cruz, a la muerte, al infierno y a la resurrección, con la que nos hace eleva a la vida eterna, perdida por nuestros antepasados.

Por lo tanto, dirijámonos a este dí­a festivo con reverencia, preparémonos para que la separación desaparezca de nuestros corazones, para que el abismo, que nos separa de Dios, del amor, del hombre, de la vida, también se cierre en nuestras vidas. Y entonces, con alegrí­a, reverencia, estremecimiento recibamos al Niño Cristo, que se entrega en debilidad, en afecto, en amor, permitiéndonos hacer con Él lo que queramos a fin de salvarnos. ¡Gloria a Él por Su amor, por Su entrega, por Su paciencia ilimitada para con nosotros! ¡Respondamos a Su amor, con amor; a Su esperanza y a Su fe en nosotros! Amén.

 
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