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19 de agosto de 2012

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

LA TRANSFIGURACIÓN En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Hay momentos bienaventurados o trágicos cuando podemos ver a una persona revelada en una luz con una profundidad, con una belleza impresionante que nunca antes hemos sospechado. Esto ocurre cuando nuestros ojos se abren, en un momento de pureza de corazón; porque no sólo es al mismo Dios a Quien los puros de corazón verán, es también la imagen divina, la luz que brilla en la oscuridad del alma humana, de la vida humana que podemos ver en los momentos en que nuestro corazón se aquieta, se hace transparente, se vuelve puro. Pero hay también otros momentos cuando podemos ver a una persona que pensamos que conocemos desde siempre, en una luz que es una revelación. Sucede cuando alguien está radiante de alegría, de amor, con un sentido de alabanza y adoración. Esto sucede también cuando una persona está en el punto más profundo, el punto de la crucifixión del sufrimiento, pero cuando el sufrimiento permanece puro, cuando no hay odio, ni resentimiento, ni amargura, ningún mal se mezcla al mismo, cuando el sufrimiento puro brilla, como brilló de forma invisible para muchos desde Cristo crucificado. Esto puede ayudarnos a entender lo que los apóstoles vieron cuando estaban en el Monte de la Transfiguración. Ellos vieron a Cristo en la gloria en un momento cuando Su entrega total a la voluntad del Padre, Su final y última aceptación de Su propio destino humano, les fue revelada. Se nos dice que Moisés y Elías estaban junto a él: uno que representa la Ley y el otro que representa a los profetas: los dos han proclamado el momento en que vendría la salvación, cuando el Hombre del sufrimiento tomaría sobre Sí todas las cargas del mundo, cuando el Cordero de Dios inmolado antes de todas los siglos tomaría sobre sí toda la tragedia de este mundo. Fue un momento en el que en Su humanidad, Cristo, en entrega humilde y triunfante, finalmente, se entregó a la Cruz. La semana pasada le oímos decir que el Hijo de Dios será entregado en la mano de los hombres, y ellos lo crucificarán, pero al tercer día resucitará. En ese momento se hizo inminente, fue un punto decisivo, y Él brilló con la gloria del perfecto, sacrificado, crucificado amor de la Santísima Trinidad, y el receptivo amor de Jesús, el hombre, como San Pablo lo llama. Los apóstoles vieron el resplandor, vieron la luz divina fluyendo a través de la carne transparente de Cristo, cayendo sobre todas las cosas a Su alrededor, tocando rocas y plantas, y llamando a salir de ellos una respuesta de luz. Ellos solos no entendían, porque en el mundo entero, el hombre solo ha pecado y quedó ciego. Sin embargo, se les mostró el misterio, y aun así, entraron en la nube que es la gloria divina, que los llenó de temor, de miedo, pero al mismo tiempo, ¡con tal exultante alegría y asombro! Moisés había entrado en esa nube y se le permitió hablar con Dios como un amigo, se le permitió ver a Dios que pasando por su lado, aún sin nombre, aún sin rostro, y ahora, ellos vieron el rostro de Dios en la Encarnación. Ellos vieron Su rostro y vieron Su gloria resplandeciendo por la tragedia. Lo que percibieron era la gloria, era la maravilla de estar allí, en la gloria de Dios, en la presencia de Cristo revelados a ellos en la gloria. Querían quedarse allí para siempre, como lo hacemos en momentos en que algo nos llena de adoración, con devoción, con temor, con gozo inefable. Pero Cristo les dijo que había llegado el momento de bajar al valle, de abandonar el Monte de la Transfiguración, porque este era el comienzo del camino de la Cruz, y Él tuvo que fusionarse en todo lo que era trágico en la vida humana. Él los hizo bajar al valle para ser confrontados con la agonía del padre cuyo niño no podía ser curado, con la incapacidad de los discípulos de hacer algo por este niño, con la expectativa de la gente que ahora no podría dirigirse a nadie sino sólo a Él – allí es donde los llevó. Se nos es dicho que Él había elegido a estos tres discípulos, porque juntos, en su unión contenían los tres grandes virtudes que nos hacen capaces de compartir con Dios el misterio de Su encarnación, de Su divinidad, Su crucifixión. Para hacer frente a Su descenso al infierno después de Su muerte y de recibir la noticia de Su resurrección: la fe de Pedro, el amor de Juan, la rectitud de Santiago. Hay momentos en los que también vemos algo que está más allá de nosotros, y cuánto nos hubiera gustado quedarnos, para siempre en ese estado dichoso. Y no es porque somos incapaces de ello, que no se nos permite permanecer en él, sino porque el Señor dice: Ahora te encuentras en el Monte de la Transfiguración, has visto a Cristo listo para ser crucificado por la vida del mundo - ¡ahora ve junto con Él, ve ahora en Su nombre, ve ahora, y trae gente hacia Él para que puedan vivir! Esta es nuestra vocación. Que Dios nos otorgue la fe y la pureza de corazón que nos permita ver a Dios en cada hermano y hermana nuestros. ¿No dijo uno de los Padres del desierto: "El que ha visto a su hermano ha visto a Dios"? - Servir unos a otros con amor sacrificado, con la alegría exultante de dar a nuestras vidas el uno al otro como Cristo dio Su vida por nosotros. Amén.

 
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