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16 de abril de 2014

La Pasión de Cristo. Jueves y Viernes Santos

“Padre, si quieres, aparta de mí éste cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22, 42)

Durante la Semana Santa, se presenta ante nuestros ojos toda una serie de comportamientos diversos que se desarrollan en los dos últimos días, por parte de los protagonistas, siendo ellos los que se detallan: las autoridades tanto civiles romanas como religiosas judías, la gente que vino a Jerusalén para celebrar la Pascua, como así también los discípulos, las mujeres, la Madre de Dios y Jesucristo mismo. Aquí tenemos una síntesis de la condición humana que se extiende de un polo a otro, mostrándonos desde lo más nocivo hasta lo más santo.

La variedad de manifestaciones humanas puede conducirnos a la confusión. Por ello, necesitamos focalizar nuestro interés en seguir a Cristo en su pasión para así poder identificar cómo se manifiesta la verdadera naturaleza humana y no detenernos en el comportamiento de los demás. Por lo tanto, nos llama particularmente la atención la oración de Jesús en Getsemaní, con lo que es la más ardua que conocemos en el Evangelio. En su oración, Jesús pide al Padre que aparte de él “éste cáliz” (Lucas 22, 42), y la concluye comprometiéndose hacer la voluntad del Padre, y no la suya propia. Al finalizar, llama a sus discípulos como si Él fuera quien encomendara su propia entrega, diciéndoles: “Ha llegado la hora, (…) levantaos; vamos. Ya se acerca él que ha de entregarme” (Marcos 14, 41-42).

Meditando este pasaje del Evangelio, nos impresiona la intensidad de la oración de Jesús, hasta que “sudó como gruesos gotas de sangre que corrían hasta la tierra” (Lucas 22, 44), como si se encontrara en una lucha crucial entre la vida y la muerte. Por eso, nos preguntamos sobre la razón de esa lucha que Jesús enfrentó en su oración.

Según el pasaje, la razón fue que Cristo tuvo que supeditar su voluntad al del Padre. Pero lo que movió a Cristo no fue una simple obediencia de un siervo, sino la de un hijo; eso es una real respuesta de amor, de amor tanto al Padre como a la humanidad. Por eso, lo que se presentaba como “cáliz” en la oración de Jesús en el Getsemaní no fue la perspectiva que el Padre impusiera absolutamente de que Jesús sentiría un increíble dolor físico o que sufriría grandemente, sino que tendría que aceptar la ingratitud de toda la humanidad ante el amor del Padre. ¡No hay dolor más grande para un padre que vivir la ingratitud de sus propios hijos sin indignarse, en la espera de sus arrepentimientos! Este dolor es peor que el producido por el sufrimiento físico o moral. No se puede soportar ese dolor mayor si no es con un amor que lo supera.

En esa perspectiva, algunos piensan que el Padre fue cruel al imponerle al Hijo una misión imposible, pidiendo además derramar su sangre para la remisión de los pecados de los hombres. Sin embargo, Jesús no era un “condenado” del Padre, sino la “expresión” de Su amor. Jesús no sólo quiso hablar, enseñar o mostrar el amor del Padre con enseñanzas y milagros, sino que también quiso revelarlo con su propia vida, con su propio cuerpo, con su propia alma. Y éste es el amor vivo.

Es así que lo sucedido durante la pasión de Cristo, así como en toda su vida, es una expresión del amor de Dios al hombre, a todo hombre, a través de Jesús, y también la expresión propia de Jesús a toda la humanidad. Es por ese amor que Él aceptó todo el peso de la ingratitud y del odio de la humanidad.

¡Y hay más por decir! Jesús se “precipitó” a su pasión. Fue Él quien llamó a los discípulos para ir al encuentro de Judas y de la custodia que lo acompañaba. Fue Él quien subió a la cruz, así como nos lo presenta la iconografía bizantina ortodoxa; nadie Lo llevó allí arriba. En realidad, fue Él quien quiso presentarse como ofrenda y ofrecerse totalmente en rescate por todos. Es Él quien ofrece y quien es ofrecido por su propia voluntad, conforme con la voluntad del Padre, y no fue detenido por la traición de Judas ni tampoco por el complot de los jefes de los judíos.

La oración en Getsemaní fue la clara afirmación de Jesús de que quería cumplir la voluntad de Dios por amor a la humanidad. En la Cruz, Jesús exclamó que todo se ha cumplido y entregó su espíritu en las manos del Padre (Lucas23, 46). Desde entonces, Jesús ofreció un camino que los hombres pueden recorrer para realizar su salvación, y expresó abiertamente que es la voluntad de Dios que ese camino no es para los sanos sino para los más pecadores, los más ingratos, los más inhumanos. Jesús afirmó, con su propia sangre, que ese camino es abierto a cualquiera persona, en cualquier condición espiritual, psíquica o corporal. Con su palabra en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34), Jesús expresó claramente su deseo que los que lo crucificaron pudieran también acceder al camino que lleva la naturaleza humana a su última perfección.

La misma historia de la iglesia es un testimonio de la veracidad y de la realidad de que la naturaleza humana puede pasar del infierno al cielo, de la fealdad a la belleza, de la imperfección a la perfección, del pecado a la santidad, de la muerte a la resurrección.

No hay por qué justificarse, ni tampoco por qué pensar que el ofrecimiento de Dios es posible para algunos santos seleccionados, o pensar que Jesucristo es el salvador de unos cuantos y no de todos, de algunos preferidos suyos predeterminados a la salvación y no de aquellos que quieren seguir el camino revelado por Cristo.

Tener fe en Cristo es creer realmente que su llamado es para que te reconozca a ti mismo, en tu condición actual, y que Él, con tu resolución y perseverancia, puede llevarte a su luz y a su presencia vivificadora en la cual se manifestará la belleza y el esplendor de la naturaleza humana.

En la cruz, el mensaje es claro y silencioso: el que escucha llevará su cruz y seguirá al Crucificado. Así, el Resucitado le hará testigo y partícipe de la victoria realizada en Su resurrección, y podrá, pues, exclamar: ¡“Cristo resucitó”!

+Metropolita Siluan

 
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