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20 de septiembre de 2014

Domingo anterior a la Exaltación de la Santa Cruz

La prefiguración bíblica sobre Cristo y sobre nosotros

“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado” (Jn 3:14)

Con esta referencia a Moisés, Jesús se refiere a un acontecimiento del Antiguo Testamento que prefiguraba lo que iba a suceder con el Señor en el Nuevo Testamento. De hecho, cuando el pueblo judío renegaba en el desierto, falto de gratitud y de amor a Dios, aparecieron serpientes que, con sus mordeduras y veneno, mataron a muchos de ellos. Pero, cuando Dios tuvo compasión de Su pueblo, ordenó a Moisés que levantara (sobre un madero) una serpiente de cobre parecida a aquellas serpientes, con la promesa que todos aquellos que miraran esta serpiente serían curados de las mordeduras de las serpientes venenosas. Todo esto es una prefiguración de la crucifixión de Cristo. Cristo fue levantado sobre el madero, llevando sobre sí mismo nuestra naturaleza, pero sin el veneno del pecado. Y todos aquellos cuyos cuerpos han sido envenenados por el pecado, y que ponen sus miradas en el Encarnado que ha sido crucificado por nosotros, reciben la promesa de ser sanados.

En realidad, prevalece entre la mayoría de la gente una gran confusión entre el pecado y sus causas. A menudo, echamos la culpa del pecado a nuestro cuerpo. Por ejemplo, justificamos el robo con el pretexto de tener hambre, o el descuido con el pretexto de la fatiga… Consideramos, de manera general, que todos nuestros pecados provienen de las necesidades del cuerpo y sus placeres… Además, erramos en entender las palabras de San Pablo, “el deseo de la carne es contra el Espíritu” (Gal 5:17), como si la carne contuviera los motivos del pecado. Si bien Jesús llevó nuestra carne, pero no pecó. Cargó de nuestras pasiones no pecaminosas como el hambre, la sed, el dolor, la fatiga… Pero no permitió que el cuerpo llevara el veneno del pecado, a causa de las pasiones pecaminosas.

Por ello, elevar la serpiente de cobre en el desierto es una prefiguración de la elevación del hombre Cristo. Aquella serpiente se asemejaba a las serpientes venenosas, de la misma manera que el Señor se asemejaba a los seres humanos. Allí, hay una serpiente sin veneno, y aquí un crucificado sin pecado. Allí, todo aquel mordido por el veneno de las serpientes se curaba al mirarla, pero aquí ¿qué es lo que ocurre?

Elevar a Jesús sobre el madero es una prefiguración de nuestra elevación como discípulos. El discípulo de Jesús, cuando mira al Señor crucificado, es bautizado en la semejanza de Su muerte y resurrección. Cuando el soldado ve a su comandante herido en la guerra, se entrega a la batalla con mayor valentía.

La elevación de Jesús por nosotros sobre el madero de la cruz hiere nuestra dignidad, mientras que sus heridas afectan nuestro amor. El hecho de convertirnos de gente común en apóstoles del amor divino y evangelizadores de la entrega y del sacrificio, es curarse, de hecho, del veneno del egoísmo.

El llamado de Jesús a nosotros no es una exigencia ni una obligación, sino que nace del ejemplo. La elevación de Jesús nos eleva a nosotros: “Si soy levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (Jn 12:32). Era su profecía. Preguntemos a todo aquel que ama y practica la virtud, si lo hace por amor al mundo o por amor al Crucificado. Preguntemos a los monjes, a los ermitaños y a los citadinos: ¿por qué se comprometen con el ayuno, la oración, el servicio, la entrega y el sacrificio? ¿Por quién es todo este amor? ¿Acaso no es porque la cruz de Cristo hirió nuestro amor y nos levantó como Él fue levantado sobre ella?

Vivir libremente esta elevación es una elección de ser, como el Crucificado, mártires del amor y mártires de todo lo que ennoblece y dignifica al ser humano a diferencia de todos los venenos de las serpientes terrenales; pues eso es lo más sabroso en la vida. La existencia del mal en el mundo, el dolor, la enfermedad, los males morales… todo ello hace de lo terrenal un suelo sobre el cual se mueven las serpientes venenosas, mientras que el madero de la cruz se convierte en lugar y cielo para los discípulos del amor divino quienes saben cómo extender sus manos para abrazar todo dolor en este mundo y oponerse al mal. El verdadero cristiano no puede descansar mientras su Señor se encuentra herido. La realidad del amor en lo profundo de la realidad del dolor no acepta otra política que la del testimonio de la Cruz. Así, San Pablo dice en la carta que leemos hoy:“Mas lejos esté de mí gloriarme” de interés, gloria, dinero, o algo de este mundo, “salvo en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal 6:14).

La Cruz no es muerte, sino una actitud libre que da vida y alegría. La muerte es el hecho de aceptar la realidad del mal. La vida es hacer todo lo que es bueno en pos de todo lo bueno. La elevación de la serpiente en el desierto es una prefiguración de la elevación de Cristo sobre la cruz. Y la crucifixión de Cristo (su elevación) es una prefiguración de nuestra elevación y de la crucifixión de todo aquel que Él ama. La vida no viene sino sólo de la extensión de nuestros brazos por amor a Dios y en signo de martirio por el dolor humano. El amor no es estático, sino dinámico; el amor es la vida; el amor adora la Cruz.

Así, tal cómo Jesús fue “levantado” en el Gólgota fuera de la ciudad (Jerusalén), así también todo hijo de hombre debe ser “levantado” para que el mundo no perezca sino que tenga la vida eterna. Amén.

Homilía de Monseñor Pablo Yazigi, Arzobispo de Alepo

 
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